La-de-la-Rata


La-de-la-Rata es el nombre por el que conocen mis amigos y amigas a esta historia que os voy a relatar. Quizá el hablar del encuentro con una rata con gigantismo en el lugar donde pretendías dormir una noche de verano no sea el más interesante de los temas para mucha gente, es cierto. Pero ahí está la gracia, en contarla de una forma que genere interés, supongo. No encontraréis mentira alguna en las siguientes líneas, mas, como diría Gandalf:

"Toda buena historia merece ser adornada"

Os pongo en situación:

Corría el lejano y caluroso verano del 2014. Y no digo caluroso por capricho, puedo asegurar y aseguro que hacía un bochorno infernal, indigno, más propio de los baldíos páramos de la Mancha (hola amiguis manchegas, entendedme y no juzguéis mi sufrimiento) que de la fresca orilla del Mediterráneo. Ya se sabe, de esos que no se esfuman ni bebiendo una buena cerveza fría en esas gloriosas terrazas que te rocían con agua pulverizada cada cierto par de minutos. No sé si me entendéis. Massa pa la carabassa. Sin embargo, tampoco importaba, y es que daba a su fin la primera semana de julio con los exámenes de recuperación acabados. Pleno al nueve, nos cae Economía... El año que viene será (la historia cuenta que fue al siguiente año, heh, maldita asignatura del demonio) Y ahora sí, ¡empieza el verano y con él las aventuras!

Ese verano era, sin lugar a dudas, especial. Os contextualizo rápidamente. El curso había sido, como mínimo, efervescente. Vida comunal en piso patera. Grandes amistades que aún siguen coloreando el camino que pisamos. Dolores de pecho amargos de esos que casi te matan pero que al final acaban conceciéndote el don de la autosuperación. Y lucha, mucha lucha. Las barricadas se habían levantado en la Universitat d'Alacant, huelgas estudiantiles y educativas contra la LOMCE se sucedían de forma incansable, los sindicatos de estudiantes crecían y parecían darle continuidad al combate, las Marchas de la Dignidad habían congregado a unas dos millones de personas en Madrid hacía escasos meses y... claro, aunque por esa época Podemos ya era un-proyecto-de-organización-revolucionaria-fallido (si llegamos a considerar, que ya sería mucho, que en algún momento fue un proyecto de este tipo) es cierto que se respiraba cierto aire de entusiasmo entorno a las oportunidades que nos brindaba el futuro. Y qué mal estamos ahora. En fin, no hablemos de eso. He venido a hablar de otro tipo de ratas. La cosa es que la organización en la que militaba por aquel entonces, Izquierda Anticapitalista, me había propuesto para ir a la Escuela de Cuadros de la Internacional que se organiza cada año en el International Institute for Research and Education en Amsterdam. Obvio que uno encantao de ir. ¿Qué os voy a decir? ¿Que no? Pues no. Encantao, vamos. Ya os lo digo. Y en eso que me dicen de la dirección: oye compa, que mira, te damos 200 euros de beca. ¿Ok? De ahí tienes que pagar el transporte y la escuela que son 170, busca tú los vuelos. En ese preciso instante comienza mi profunda reflexión entorno al tema. Primo, en realidad en pleno agosto a Amsterdam, vuelo ida y vuelta, me clavan 100 pavos mínimo, no me da con la beca y no está la economía de uno para el derroche. Mmmmm... ¿qué hago? Por otra parte, el vuelo directo implica esperar durante interminables semanas la llegada de la escuela en esa parilla que con una mezcla de cariño y desdén tengo a bien llamar "mi pueblo". Sí, eso era sin lugar a dudas lo peor. Y no estaba dispuesto a asarme de calor y aburrimiento.

 Bueno, la historia es que me compré un vuelo de vuelta que salía de Eindhoven el 5 de setiembre y decidí que la ida la iba a hacer en autostop, que tenía un verano por delante para llegar y ganas de conocer Europa. Además no haría tantísimo calor, y eso me gustaba. Pues allí que fui.

Sufrí y vivi diversas aventuras y desventuras en el camino, mas hoy me centraré en explicar una muy especial para mí, que tiendo a evocar en cada borrachera. Una historia odiada por muchos y amada por quienes no la han escuchado más de 10 veces. Y así es como pasó:

 Sería el 5º o 6º día de viaje, no logro recordarlo muy bien. Esa mañana había iniciado el trayecto en Barcelona, donde había pasado unos maravillosos días de Xibeca y fum con mi amigo y compañero Joan, con Águeda y con su perro Mao; que por cierto me regaló un gran recuerdo a modo de mordisco unos días antes en Castelló, la cicatriz aún adorna mi muñeca. Nunca te olvidaré Mao. Me sacó de la carretera una adorable pareja de argentinas que se dirigían a unas playas de Girona. ¿Vais sólo flaco? ¡Montá! Tras media hora de carretera con la mejor compañía, me dejaron en una gasolinera para poder tomar su salida de la autovía sin mí y no alejarme del camino.  Allí me enzarcé en una lucha épica por encontrar un asiento en un camión, pero no dio resultado. A decir verdad, después de años haciendo autostop, aún no he conseguido subir a un camión, furgoneta grande con un polaco con la cara cortada, pero no un camión. Para ser feliz quiero un camión. Y un polaco Scarface. En medio de mis intentos vanos pararon unos surferos suizos que venían de las playas del sur de Portugal y volvían a casa. Me dijeron que me habían visto en la anterior gasolinera pero que los argentinos se adelantaron al recogerme. ¡Toma casualidad! Nos gusta la música en castellano, me dicen en inglés mientras ponen un disco polvoriento. Empieza a sonar SKA-P. Se despierta mi yo adolescente. ¡RESISTENCIA!

Me abandonaron como a un perrico a las afueras de Beziers, ciudad medieval al sur de Francia, y decidí que no era mala idea conocer su catedral del siglo XVI y abastecer las arcas de comida. Allá que fui. Tras una hora caminando entre viñedos y especializándome en el antiguo arte de robar uvas negras a "le patrón" llegué al río Orb. Una varquilla llena de turistas que escuchaban con impávida atención a su guía se cruzaba ante mí. Caminé al lento ritmo con el que navegaban los turistas mientras intentaba descifrar las palabras del guía con escasos resultados. Un niño me saluda con amigable sonrisa desde el regazo de su madre. Le devuelvo el saludo y deformo mi cara en una mueca graciosa. Él se ríe. Ambos reímos. Un muchacho de aspecto dudoso clava su mirada en mí tras la alegre criatura. Atraviesa su garganta con el dedo pulgar como invitándome amigablemente a largarme de su territorio; sus amigos ríen el valor ciego de su amigo. Le mando un beso e insinúo ciertos movimientos circulares con la lengua que aprendí vete tú a saber dónde haciendo vete tú a saber qué. Le sorprende la reacción y estalla en cólera mientras yo tomo otro camino y me despido guiñando con desbordante erotismo mi ojo derecho. Por favor niño, no aprendas de ellos. Gracias LePen, te estamos profundamente agradecidos por estos cachorros.

La catedral era bonita, nada del otro mundo a decir verdad, no soy muy de iglesias. Lo cierto es que no me sentí muy arropado desde el primer momento, por lo que decidí provar suerte en el siguiente pueblo. Me colé en un tren que iba al norte, atravesando las montañas del Parque Natural les Grands Causses hacia un pueblecillo llamado Millau. La cuestión de colarse en trenes en ciertos países de Europa es algo que desarrollaré ampliamente en una próxima entrada. Sí, os invitaré a delinquir, que me cierren esto si tienen valor (sé que lo tienen, pero uno es muy valiente detrás de un teclado, ese es el mal de la militancia moderna) La cosa, si hubiera sabido que el tren valía nada más que 1 euro lo habría pagado, lo juro señor juez.

Bajé del tren a las 19:00 de la tarde, el ocaso se acercaba y tenía que encontrar refugio. Para este viaje decidí no llevar tienda de campaña y ahorrar en peso, así que sólo me equipé con mi fiel saco de dormir y debía encontrar algún lugar que me cuidara de la lluvia si esta decidía caer sobre mí. Mi primera opción fue la de hacer amigos o lo que surja. No funcionó demasiado bien, aunque acabè mirando desde lejos a un pureta de patillas canosas tocando versiones de Eric Clapton con la guitarra eléctrica. Era el único que le aplaudía desde una caja de luces en el exterior del bar, a bien seguro le caí en gracia. ¡Artista!

El pueblo merece la pena. De verdad. Agradables sus gentes y agradable el imponente paisaje verde que rodea la pequeña Commune, se respira arte en sus calles empedradas e historia en un casco urbano extraído directamente del medievo. Paredes de roca pura, aroma de croissant y ancianos rurales paseando al aterdecer. Una gozada.

La cosa es que yo no tenía dónde dormir. Y así pensando recordé que al llegar a la estación de tren de Millau me había percatado de unos trenes de mercancías abandonados en las vías contiguas a las de embarque. ¡Claro! ¡Intentaré abrir un vagón de mercancías y dormiré dentro! ¡Sí! ¡Qué gran idea! Y allí que fui con la sensación de quien ya tiene el trabajo hecho y no tiene nada más de lo que preocuparse. Lancé la mochila por encima de una valla trasera de la estación y me lancé a mí mismo tras ella. Intenté abrir uno por uno los vagones, agachado, procurado no ser vistos por los compañeros trabajadores de la SNCF. Todos tenían candado, se me habían adelantado los muy canallas. Sin embargo, alguien había pensado, como yo, que la idea podía ser buena y había tenido a bien abrir un hueco en la madera de la parte trasera de uno de los vagones. Desmonté la mochila y fui metiendo uno a uno mis útiles de viaje: esterilla primero, saco, botella de agua, mochila... Después me contorsioné para poder atravesar la estrecha abertura.

Tras esa extraña puerta me esperaba la que sería la batalla más épica de mi vida.

Sólo un haz de luz se atrevía a entrar ligeramente, como vergonzoso, entre los barrotes de la única ventana que conecta el vagón con el exterior. El Sol se ha puesto por el oeste, la noche se acerca. Tomo mi linterna. Dos montacargas de transporte se encontraban superpuestos en el centro del vagón, ocupando la mayoría de su espacio. Sobre ellos, una camilla de ambulancia antigua perfectamente colocada en su centro, como si por obra del destino, alguien me hubiera preparado la habitación del hotel. Booking se quedaba corto con este habitáculo. Tri-va-go. Oscuridad, cama y silencio. ¿Qué más se podía pedir después de un largo día de viaje?

Y fue en ese preciso intante cuando ocurrió.

La imagen era tan bella como mortífera, como si una hermosa sirena me invitara al descanso en su pequeño oasis perdido en el océano tras una larga travesía en barco. Sus ojos rojos como la sangre brillaron en la oscuridad y no pude más que sofocar un grito. Enfoqué con mi linterna al lugar donde había percibido su presencia y nuestras miradas se encontraron. Su cola era un látigo de cuero trenzado, su visión me recordaba al azote de los esclavos, la piel levantada e infecta que deja a su paso. Una bola de pelo negro como la noche cuyo tamaño nada tenía que envidiarle a algunos felinos nocturnos coronada por una cabeza estirada que acababa en el filo de cuatro puñales amarillos cuyos nombres eran: Encefalitis, Meningitis, Tifus y Peste Bubónica. Avanzó con sus afiladas garras hasta situarse junto a la camilla, MI CAMILLA; yo di un paso atrás con el corazón en un puño y los testículos ahogando mi garganta. Con un gruñido agudo que tambaleó el valor de este triste viajero quiso dejar clara su postura: esa era ahora su cama y este su vagón, y no iba a cederlo a menos que tuviera el coraje de acudir a la antigua ley de la sangre y el acero. Las ratas tienen honor, es bien sabido por cualquier estudioso del tema. Y allí estaba, como si este atardecer fuera el último episodio de un videojuego y la rata fuera el malo final, no puedes esquivarlo, tienes que vencerlo para pasarte la pantalla.

Me di cuenta que no había otra salida. Abandonar el vagón significaba vagar en la noche sin rumbo, dormir en cualquier estercolero, arriesgarme a la lluvia y la enfermedad. Por no hablar de la humillación de dar la espalda a un enemigo. No. No contarían semejantes vergüenzas de mí. Lancé mi última mirada pacificadora buscando un pacto de no agresión, un Ribbentrop-Molotov, repartirnos Polonia, para mí la camilla y para ti las taquillas, nadie saldrá herido y yo partiré con el alba a romper el horizonte para no volver jamás. Un nuevo gruñido esfumó todo rastro de duda. No era una cuestión de reparto, ni de una noche, nos jugábamos algo mucho más importante; el honor de nuestros apellidos, el nombre de nuestras especies. Me di cuenta que en esta arena romana yo representaba a algo mucho mayor que yo mismo, representaba a la humanidad. Estaba claro, sólo uno de los dos saldría vivo de aquel vagón de mercancías perdido en las montañas, y a bien seguro no estaba dispuesta a ser ella.

Tomé posición de batalla. Tembloroso el pulso conseguí echar mano a los bolsillos traseros del pantalón, donde enfudaba mi navaja de Albacete. La compré de segunda mano a un amigo marroquí. Mantenía su filo intacto, brillante y afilado aunque su parte superior había sido invadida por el óxido y tomaba un color anaranjado. Era de esas que te apuñalan y te mata el tétanos antes que la herida. Un arma de un filo pero doblemente mortal, de barrio, de "te meto con el pincho enrobinao, primo". Política del miedo. Guerra química. Dominación simbólica.

 Un círculo se formó alrededor de la camilla de ambulancia mientras esperábamos el primer movimiento del rival. Dio comienzo la batalla. La rata estaba segura de su poder y atacó con arrogante fuerza. ¡Ay, rata! Hay que conocerse a un mismo, pero también hay que conocer al enemigo. Me subestimaste. Ese fue tu primer error. Haber estudiao. A Sun Tzu o a Bruce Lee, o algo. Esquivé sus ataques una y otra vez durante largos minutos hasta que logré devolver el ataque. Estampe mi bota en su cara de roedor partiendo por la mitad a Peste Bubónica y a Tifus. Quedó aturdida, rendida y tendida en el suelo a merced del óxido de mi navaja. Me avalancé sobre ella al calor de un grito guerrero que ensordeció a mi enemiga y...

 Nunca cuento el final de esta historia ni qué pasó con la vida de la rata. Quizá no me correspondía el derecho de dictar muerte o juicio, quizá sí. Quizá la clemencia se apoderó de mi espíritu, quizá no. La historia la escriben los vencedores. Sólo puedo decir que aquella noche fue tranquila, escuché la lluvia caer al otro lado de la madera con el sosiego y el confort que ofrece el buscar el sueño mientras estás protegido de la tormenta.

Comentarios

  1. Siempre será mi historia favorita <3

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  2. Mmmm, entonces ya me libro de escuchar esta parrafada cada vez que te vea borracho? (que viene a coincidir con las veces que te veo...). Con esto ya sólo tienes que pasarles el link ;)

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