China bajo el cielo de una habitación

La habitación 429 se esconde discretamente en el edificio 17 del distrito de FuCheng, al noroeste de la recatadamente bella y potencialmente intensa prefactura de Mianyang. Es inteligente y, por tanto, ha desarrollado las destrezas y habilidades necesarias típicas en quien no desea ser encontrada. Consiguió hacerse invisible a ojos de muchos y sólo brilla ante una selecta minoría. Para llegar hasta ella se deben sortear distintos peligros que únicamente serían superados por auténticos virtuosos del valor; entre ellos está subir a un truculento autobús sin parada perceptible, atravesar un antiguo mercado de extrañas reliquias, exóticos sabores y nauseabundos olores, encontrar la puerta en el muro del perro-dragón blanquecino que cabalga Atreyu en la Historia Interminable, saltar el río de cieno y heces para trepar la escarpada colina de la rama de fresno y enfrentarse a la arpía de tres cabezas que custodia la entrada del Edificio 17. Un proceso laberíntico y complejo apenas merecedor de tan sencillo destino, pues, pese a lo que muchos creerán llegados a este punto, el valor de la habitación 429 no reside en su belleza ni en sus tesoros, sino en lo abstracto de algo mucho más simple y mundano: su papel en el transcurso de esa pequeña historia que regalamos al mundo con cada experiencia que vivimos.

No es una habitación perfecta, como nada lo es en este pequeño mundo por el que vagamos entre la cuna y la tumba. Su belleza es limitada, su comodidad inexistente y sus tesoros más bien precarios. Entonces, os preguntaréis, ¿qué términos y unidades se utilizarían para definir y cuantificar el valor y la complejidad de una habitación? La crítica diría que el respetable público tiene la razón. Claro. Esto es, aterrizando en materia de habitaciones, que el cliente y el erudito -ambos fervientes representantes de distintas caras del poder: la del dinero y la del "saber"- podrían, fácilmente, medir con exactitud el valor de una habitación como la 429. Y no saben, estos listillos de la crítica, lo muy equivocados que estarían. Os hablaré brevemente de la habitación 429, y de cómo, poco a poco, nuestra historia ha sobrepasado los límites de la relación estudiante-habitación para convertirse en un auténtico volcán de esperanzas y pasiones.

 La habitación 429 era vírgen. Lo era, de hecho, hasta que yo penetré por primera vez por su carcelaria puerta de metal. Nadie antes había puesto un pie en su polvoriento suelo de baldosas, quizá su padre y su madre, aunque se conoce que esta es huérfana; sí, así es, nadie volvió a reclamar su maternidad tras su nacimiento y la arpía de tres cabezas declaró a la 429 en estado civil de horfandad. Dicen los que saben de esta cuestión que sus padres eran dos cascarrabias que sólo dejaron muebles rotos, una nevera que no enfría, una máquina de agua sin agua y una nota horrible y llena de furia con normas de comportamiento pegada en la puerta metálica, tras eso, abandonaron para siempre a la habitación 429. Una trágica historia de cuatro blancas paredes de yeso llano, dos camas cuyo futón suena como una aldaba pidiendo auxilio a las puertas del castillo y un enjuto aseo sin espacio cuya ducha se posa sobre la letrina de deposiciones. Sí, alentador para quienes no son amigos de desperdiciar minutos de vida dividiendo la aburrida liturgia de la higiene personal e íntima.

En su interior, el tiempo voló como un coche bomba, como un cohete en la nit de l'albà, como Yuri Gagarin a la conquista del firmamento. Voló lento, pero imparable, como la cuenta atrás a ese TFG que te espera a final de curso, pero que está demasiado lejos como para preocuparse. Así fue nuestra relación. Y el fin llegó y aquí nos dejó, flotando en este espacio ingrávido lleno de recuerdos, a escasos cuatro meses del día que perdió la virginidad a manos de una escoba y un trapito barato.

Escribo estas líneas en honor a mi amada habitación desde la quietud de su terraza compartida mientras Ilia, mi camarada ruso, toca con la guitarra uno de los últimos solos de blues que le escucharé. Somos dos burbujas en un mismo vaso, el con sus notas distorsionadas, yo con mis letras y el bosque que colinda con nuestro edificio prendiéndose fuego al calor del atardecer. Me encanta compartir sin hablar, el silencio no forzado de dos o tres, de cuatro o más. El frío siberiano de su temple lo agradece: jamás más palabras de las necesarias, nunca romper un silencio hasta que este no se rompa por si solo.

 En uno de los descansos me comentaba sus sensaciones de la experiencia en China, de la vida en la 427, del recuerdo que le quedará. Tras una larga calada a su cigarro concluye: la vida va más despacio en este huequito de Asia, y en la lentitud del tiempo tenemos espacio para repensarnos, analizarnos, hacer balance, transformarnos y enfocar con fuerza los tiempos que nos quedan. Qué razón tienes, amigo.

No puedo decir que 429 me haya cambiado, que va, a grandes rasgos sigo siendo el mismo que entró por su puerta polvorienta en febrero. Digamos que hemos vivido un proceso post-coital de gestación de mí mismo, algo así como un auto-embarazo en el vientre de mi ya antigua amante.

Pero he pensado cosas, en este proceso emocional que es la vida tengo que aprender a alejarme de ciertos ambientes, descolgarme de identidades nada prolíferas, avanzar en mis objetivos -que son los NUESTROS en el sentido más amplio- sin caer en el vacío de la pertenencia, de la apatía, del desasosiego, de la derrota. Hacer, hacer mucho, por otros, por mí, por todas y todos, lo que sea, pero no parar de hacer aunque duela. Quemar la trinchera antes de que seamos de ellos. Huir de vez en cuando, pues es la especialidad de la casa. Perder el miedo a querer a quien te quiere, y querer, querer como nunca, pues querer en soledad es lo que ha hecho arder cada tarde las copas de los pinos de FuCheng y derretir las letras en el altar de la impaciencia. Ser mejor en mi hacer, ser más fuerte en la lucha, son conclusiones a las que he llegado por querer amar, por negarme a odiar.

¡Cuántas aventuras quedan por vivir, mi querida habitación 429! ¡Cuántas luchas por librar! ¡Cuántos malnacidos por vencer!

Prometo, pues, un corazón firme y decidido para enfrentar los tiempos que ahora vienen. Para querer sin límites ni fronteras. Para soñar, porque la vida es sueño, y los sueños, sueños son. Y para volver, si las fuerzas flaquean y el horizonte se difumina, a la paz perdida de la 429, a la lentitud reflexiva de los subterfugios de China.

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